Con toda razón se promete a los limpios de corazón la bienaventuranza de la visión divina. Nunca una vida manchada podrá contemplar el esplendor de la luz verdadera, pues aquello mismo que constituirá el gozo de las almas limpias será el castigo de las que estén manchadas. Que huyan, pues, las tinieblas de la vanidad terrena y que los ojos del alma se purifiquen de las inmundicias del pecado, para que así puedan saciarse gozando en paz de la magnífica visión de Dios.
Pero para merecer este don es necesario lo que a continuación sigue: “Dichosos los que obran la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9). Esta bienaventuranza, amadísimos, no puede referirse a cualquier clase de concordia o armonía humana, sino que debe entenderse precisamente de aquella a la que alude el Apóstol cuando dice: “Estad en paz con Dios” (cf. Rm 5, 1), o a la que se refiere el profeta al afirmar: “Mucha paz tienen los que aman tus leyes, y nada los hace tropezar” (Sal 118, 165).
Esta paz no se logra ni con los lazos de la más íntima amistad ni con una profunda semejanza de carácter, si todo ello no está fundamentado en una total comunión de nuestra voluntad con la voluntad de Dios. Una amistad fundada en deseos pecaminosos, en pactos que arrancan de la injusticia y en el acuerdo que parte de los vicios nada tiene que ver con el logro de esta paz. El amor del mundo y el amor de Dios no concuerdan entre sí, ni puede uno tener su parte entre los hijos de Dios si no se ha separado antes del consorcio de los que viven según la carne. Mas los que sin cesar se esfuerzan por “mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz” (Ef. 4, 3), jamás se apartan de la ley divina, diciendo, por ello fielmente en la oración: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo” (Mt 6, 10).
Éstos son los que obran la paz, éstos los que viven santamente unánimes y concordes, y por ello merecen ser llamados con el nombre eterno “de hijos de Dios y coherederos de Cristo” (Rm 8, 17); todo ello lo realiza el amor de Dios y el amor del prójimo, y de tal manera lo realiza que ya no sienten ninguna adversidad ni temen ningún tropiezo, sino que, superado el combate de todas las tentaciones, descansan tranquilamente en la paz de Dios, por nuestro Señor Jesucristo, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
Fuente: San León Magno, Sobre las bienaventuranzas. Sermón 95, 8-9