Embriagados por el fuego del Espíritu

Tras la muerte de Jesús, los Apóstoles estuvieron algunos días un tanto aturdidos. No obstante, permanecieron en el Cenáculo a los pies de Nuestra Señora, y con ello fueron recobrando las gracias que incluso las almas más infieles readquieren al ponerse junto a la Virgen María.

Bajo la forma de llamas, desciende el Espíritu Santo

Cuando Nuestro Señor se les manifestó después de la Resurrección, hubo una especie de proceso de conversión, a lo largo del cual el Redentor se les apareció varias veces, haciendo evidente su triunfo y notoria su divinidad. El ápice glorioso y definitivo de ese período de ascensión —durante el cual era como si se fueran rompiendo las costras que había en el alma de los Apóstoles y discípulos— fue el día de Pentecostés, cuando estaban reunidos, en recogimiento y oración muy elevada, en el Cenáculo. Cada vez más iba actuando el Espíritu Santo sobre ellos de un modo profundo, y la oración se volvía más elevada; en determinado momento se produjo un enorme estallido y el Paráclito entró en aquella sala, bajo la forma de llamas. Una gran llama se posó sobre María Santísima y después se dividió en varias más sobre los Apóstoles.

La plenitud del Espíritu Santo penetra en la Iglesia

Salen del Cenáculo y empiezan a predicar, produciendo un verdadero acontecimiento en la ciudad. Se encuentran de tal manera entusiasmados con el fuego del Espíritu Santo, tan alegres, contentos, con tanta fuerza, que muchos piensan que están embriagados.

Es lo que el lenguaje de la liturgia llama de “la casta embriaguez del Espíritu Santo”: un entusiasmo que no viene de la intemperancia, sino de una plenitud de templanza, que hace que el alma enteramente señora de sí y dominada por Dios, pronuncie palabras tan sublimes, con tanto fuego, que muchas de ellas no son adecuadamente captadas por los demás. Pero son cosas que arrebatan a todo el mundo. Empieza entonces la expansión de la Iglesia con una plenitud del Espíritu Santo que nunca la abandonará.

 

Desde aquel momento, donde haya auténticos católicos habrá una presencia del divino Espíritu Santo que se hace sentir por la infalibilidad de la doctrina, por la continuidad de la santidad, por el vigor apostólico y por un cierto ambiente indefinible que es la alegría del alma del católico, por medio de la cual se sabe que la Iglesia Católica es la única verdadera, eternamente verdadera, sin necesidad de pruebas o de apologéticas.