San Cirilo de Alejandría: Incansable paladín de la verdadera fe

Por una de las calles de Constantinopla, que era, en muchos aspectos, la primera ciudad del mundo de entonces, dos hombres de mediana edad andaban a pasos agigantados. Sus suntuosos trajes, confeccionados con ricos tejidos, parecían ser de los mejores. Mientras iban de camino a su destino mantenían una acalorada conversación:

—No, no. Jesús no era Dios y hombre; la divinidad estaba sobre Él como esa túnica está sobre ti. Hasta me parece que aún estoy escuchando las palabras del último sermón: “Jesús es para mí Dios, puesto que encierra en sí a Dios. Un jarrón me encanta a causa de su contenido, una prenda de vestir a causa de lo que ella cubre”.

—Pues no estoy muy seguro de eso. —le contestó pensativo su interlocutor.

— Hay numerosos pasajes en la Sagrada Escritura que no concuerdan con esa afirmación. ¿No leíste nunca en el Evangelio: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”?

— Sí, pero ¿cómo explicarías que si Jesús era de verdad el Verbo muriera en la cruz? Está clarísimo: sólo la humanidad de Cristo fue la que sufrió la Pasión.

La discusión iba adquiriendo un tono cada vez más escabroso; y ambos se sentían como si fueran pisando huevos… Si el que murió en la cruz solamente era hombre, entonces no se le podía atribuir mérito infinito a su sacrificio y eso supondría negar la Redención. ¿Qué quedaría de la religión católica?

Estas y otras cuestiones pasaban por la mente de los personajes cuando, finalmente, el más convencido de ellos dijo tímidamente:

—Yo también, al principio, me mostraba reticente… Sin embargo, al saber que el principal defensor de esa doctrina no era otro que nuestro ilustre obispo, adherí a ella de todo corazón.

Su diálogo tuvo que ser interrumpido: habían llegado a la iglesia. En la nave central del templo se aglomeraban ya numerosas personas y en los laterales se disputaban los últimos lugares. A fin de cuentas, ¿qué estaba a punto de suceder?

Nestorio niega la Maternidad divina

En aquella joven cristiandad, era Nestorio conocido por la elocuencia que rebosaba de sus labios. Muchos lo consideraban un “segundo Crisóstomo”… En Antioquía se había destacado como monje y, una vez elegido obispo de Constantinopla en el 428, “en toda su actuación se presentaba siempre como hombre profundamente religioso, reformador del pueblo y aun del clero, y con su vida ascética y el fuego de su palabra enardecía y fascinaba a los que le escuchaban”. 1

Muchos católicos, sin duda, lo consideraban como un santo al mostrarse enteramente dedicado a la Iglesia y preocupado por los fieles. Difícil era no nutrir veneración alguna por un prelado tan piadoso y asceta. Y allí se encontraba reunida una muchedumbre para oír a un discípulo de Nestorio, sacerdote de su confianza.

Comienza la predicación; aunque sus palabras la Historia no las conservó. Únicamente se sabe que discurrieron sobre la Santísima Virgen, a la cual los oyentes le tenían sincero amor y devoción.

Decía que, pese a la grandeza y santidad de María, Ella no era Madre de Dios, Theotókos. ¿Cómo una criatura iba a engendrar al Creador? Era la madre de Jesús hombre y nada más… Un fuerte murmullo recorrió el pueblo. Los fieles ardían de indignación, algunos lloraban de rabia al ver cómo la criatura más excelsa era tan inescrupulosamente degradada. No fueron pocos los que abandonaron el recinto, a la espera de mejores explicaciones.

No obstante, hubo alguien, bien lejos de allí, que no se contentó con una reacción fugaz e infructífera. Y, asumiendo sobre sí la defensa de la causa de la Encarnación del Verbo y de la Maternidad divina, entró en la lucha contra la herejía.

Rectitud de conciencia del patriarca Cirilo

¿Dónde había nacido? ¿Quiénes fueron sus padres? ¿Qué instrucción recibió? A ninguna de estas preguntas es posible responder con seguridad. San Cirilo de Alejandría entra en la Historia como fruto de un amor ardiente a Jesucristo y a su Madre virginal.

Sobre sus orígenes carnales poco se conoce, tan sólo que era sobrino del Patriarca de Alejandría. En sus escritos trasluce un amplio dominio de los clásicos paganos, lo que demuestra que tuvo una esmerada formación. Sin embargo, éstos no son los cimientos de su pensamiento, sino los más antiguos Padres de la Iglesia.

Sus obras no están redactadas en un estilo poético o artístico, sino que se caracterizan por su claridad en las ideas y su tono polémico en las palabras. Las circunstancias exigían que así fuera.

Con la muerte de su tío, Cirilo asciende a la sede episcopal el 17 de octubre del 412. Transcurridos algunos años, el santo patriarca tiene noticia de la nueva doctrina defendida y promulgada por Nestorio, que se iba propagando entre los monjes de Egipto. Con su carácter ardoroso y combativo decide desde el primer momento proceder con energía.

Su prontitud en defender la fe mereció, siglos más tarde, este elogio de Pío XI: “Entre los adversarios de la herejía nestoriana, que ni en la capital del Imperio de Oriente faltaron, ocupa incontestablemente el primer lugar el hombre más santo y campeón de la integridad católica, Cirilo, Patriarca de Alejandría”.2

Desde el principio, San Cirilo nos deja una lección de sumisión y respeto digna de admiración: al encontrarse con la doctrina de Nestorio, ¿no podría —con base en sus conocimientos y estudios, y empleando su jurisdicción patriarcal— haber emitido un parecer? ¡No! Por su rectitud de conciencia se abstuvo de “sentenciar con su autoridad en negocio tan grave, sin antes haber pedido y obtenido el juicio de la Sede Apostólica”.3

“Satanás está tratando de revolverlo todo”

En aquella época en la Cátedra de Pedro se sentaba Celestino I, y a él le dirige una reverente misiva, apelando a la antigua costumbre de las Iglesias que, en sus palabras, “hace que sea nuestro deber comunicar a Su Santidad los asuntos de este tipo”.4

Por tal motivo, añade, “me veo obligado a escribiros, para haceros saber que Satanás está tratando de revolverlo todo, ensañándose con las Iglesias de Dios y causando turbación por todas partes entre los fieles. Esta bestia nefasta, que se complace en la impiedad, no descansará jamás. Hasta el presente he guardado un profundo silencio y no he escrito absolutamente nada a Su Santidad ni a ninguno de vuestros hermanos en el sacerdocio acerca de aquel que administra actualmente la Iglesia de Constantinopla, pues sé perfectamente que la precipitación en esa materia es perjudicial. Pero como el mal está ahora casi alcanzando su apogeo, considero que es absolutamente necesario romper el silencio y contaros todo lo que ha ocurrido”.5

Ahora bien, no era la primera vez que el Papa tenía noticias de la convulsión que devastaba las Iglesias de Oriente. Nestorio, dominado por el orgullo, no aceptaba ninguna crítica u oposición. Se mostraba tan seguro de su superioridad que ni siquiera se preocupaba en responder a las objeciones teológicas que le eran hechas.

A algunos monjes que habían defendido la fe, los acusó de perturbadores del orden público, los denunció al Gobierno y consiguió que fueran presos. Finalmente, osó intentar hacer proselitismo hasta con el Romano Pontífice, a quien en el 429 le envió una carta “mandándole, entre otras cosas, una amplia colección de sus homilías”.6

El discernimiento y sabiduría del Papa enseguida le hicieron aquilatar el error que se escondía bajo la apariencia de buena doctrina, así como las torpes intenciones de su propagador. Por eso remitió los escritos de Nestorio al docto abad de San Víctor, de Marsella, a fin de que diera su parecer.

La respuesta del religioso le llegó a Celestino I junto con la carta de San Cirilo. Tomando tal casualidad como una señal de la Providencia, el Papa designó a este último como legado pontificio y juez en tan importante cuestión, y le escribió al propio Nestorio intimándole a que se sometiera en todo a las decisiones del santo patriarca.

Cuando la fe está amenazada no se debe dudar en actuar

Los grandes días de Alejandría ya habían quedado atrás, tanto en la esfera civil como en la espiritual. Pasó la era de las grandes polémicas que, en vida de Atanasio, animaban la ciudad. Se vivía ahora en un ambiente pacato y sosegado, iluminado aún por la añoranza de los tiempos áureos.

¿Cómo no iba a percibir Cirilo esa serenidad que lo rodeaba? Mucho más agradable para el obispo de Alejandría habría sido guardar silencio y llevar una vida tranquila, exento de peligros. Además, el foco del mal no estaba en su territorio… Pero ¿no sería culpable por callarse “cuando la fe, corrompida por muchos, se encontraba amenazada?”.7

Sólo había una respuesta, así registrada por su propia pluma: “Amo la paz; no hay nada que más deteste que las peleas y disputas. Amo a todo el mundo y si pudiera curar a un hermano aun perdiendo todos mis bienes y haberes estaría dispuesto a hacerlo con alegría, pues la concordia es lo que más estimo… Pero si se trata de la fe y de un escándalo que afecta a todas las iglesias del Imperio romano… La doctrina sagrada nos ha sido confiada… ¿Cómo podemos poner remedio a esos males?… Estoy dispuesto a soportar tranquilamente todos los perjuicios, todas las humillaciones, todas las injurias a condición de que la fe no sufra ningún daño”.8

Por otra parte, la perspectiva de iniciar una agria controversia con un hermano en el episcopado hacía sangrar su alma: “Me siento lleno de afecto por el obispo Nestorio, nadie lo ama tan ardientemente como yo… […] Pero cuando la fe es atacada, no se ha de dudar en sacrificar nuestra propia vida”.9

Celestino I convoca el Concilio de Éfeso

Con la autoridad recibida del Sumo Pontífice convoca en Alejandría un sínodo, en el cual fueron compuestos los célebres doce anatematismos que posteriormente llevarían su nombre. En ellos el santo y pacífico patriarca advierte, increpa y condena.

Los doce anatematismos fueron enviados a Nestorio con la orden expresa de que los suscribiera. Para el orgullo del heresiarca, acostumbrado a imponer en todo su voluntad, era una terrible afrenta. Trató entonces de ganarse la simpatía del emperador Teodosio II, quien, por tener un carácter armonizador, le pidió al Papa la convocatoria de un concilio.

¿No le había respondido ya Celestino I a Nestorio, desaprobando su doctrina? ¿Qué quedaba por decidir? La situación, no obstante, era delicada y el Papa accedió al deseo del emperador: el concilio tendría lugar en Éfeso, en el año 431. Los obispos Arcadio y Proyecto, junto con el presbítero Filipo, fueron nombrados legados pontificios. Cirilo recibió la instrucción de oír a Nestorio, aunque no le cupiera duda ninguna, conociendo su doctrina, de su condenación.

Nestorio y los suyos fueron los primeros en llegar; después compareció Cirilo, acompañado de cincuenta prelados egipcios. Poco a poco se fueron presentado otros. Sin embargo, los legados pontificios no aparecían. Entonces el Patriarca de Alejandría dio apertura al concilio.

La Iglesia proclama el dogma de la Maternidad divina

No faltan historiadores que discuten la validez de esta primera sesión. Pero el famoso P. Bernarnino Llorca, SJ, defiende que “ciertamente San Cirilo tenía facultad para comenzar las sesiones del concilio, y, por consiguiente, las decisiones que tomó fueron enteramente válidas”.10

Cabría argumentar si no habría sido más prudente aguardar la llegada de los legados pontificios y del Patriarca de Antioquía. No obstante, prolongar la espera conllevaría aún mayores perjuicios para la Santa Iglesia, dada la actitud contraria a los designios del Papa manifestada por el emperador.

Iniciada las sesiones, “se leyó toda la correspondencia cambiada entre San Cirilo y Nestorio, luego la sentencia dada por el Papa en el sínodo de Roma y una larga serie de autoridades de Santos Padres en su favor, y, finalmente, se pronunció sentencia contra Nestorio y su doctrina, después de lo cual fue él mismo solemnemente depuesto”.11

El pueblo, radiante de júbilo, acudió a la iglesia donde se celebraba la magna asamblea y “acompañó a los Padres del concilio a la salida de ella, aclamándolos por la ciudad”.12 Había sido oficialmente declarada la divinidad de Cristo, el Verbo Encarnado, el Dios hecho hombre. Se abría el camino para proclamar como dogma la Maternidad divina de María.

El defensor de la ortodoxia es acusado de hereje

Sería demasiado extenso narrar aquí todas las vicisitudes sufridas por San Cirilo después del concilio. Tras haberse servido de éste para consumar el triunfo de la verdadera doctrina, quiso la Providencia someterlo a una durísima prueba: personas sabias e influyentes dentro de la Iglesia lo acusaron de herejía.

¿Cómo se habría desviado de la fe el intrépido defensor de la ortodoxia? Sin embargo, el Patriarca de Antioquía, Juan, y el presbítero Teodoreto de Ciro afirmaban que había signos de ello…

El pueblo, radiante de júbilo, acudió a la iglesia donde se celebraba la magna asamblea: ¡se abría el camino para proclamar como dogma la Maternidad divina de María!
El Concilio de Éfeso – Basílica de Notre Dame de Fouviére, Lyon (Francia)

En aquellos tiempos en que la ciencia y el lenguaje teológico estaban todavía en sus comienzos, Cirilo usó ciertas formulaciones que podían ser interpretadas como una defensa del monofisismo. Ahora bien, ¿sería él, en realidad, un partidario de la herejía contraria, propugnadora de una única naturaleza en Cristo, fusión de la divina y humana?

A lo largo de toda su existencia, el Patriarca de Alejandría había demostrado tener madera de santo. Al ser el representante oficial del Papa le resultaba fácil imponer sus criterios con toda justicia. Con todo, prefirió plegarse a las exigencias de sus acusadores y darles cuantas explicaciones fueran necesarias para convencerlos de la ortodoxia de sus afirmaciones. Y cuando Juan de Antioquía le exigió que eliminara de sus escritos ciertas expresiones que podrían servir de pretexto a los enemigos de la fe, accedió de buena gana a hacerlo.

El resultado de esa delicada controversia fue el Edicto de unión de 433, que, según el mencionado P. Llorca, “debe ser considerado como complemento indispensable del concilio de Éfeso”.13 Con ese documento San Cirilo y el patriarca Juan declaran su anhelada comunión, a la cual más tarde también se uniría Teodoreto.

Fue esa ejemplar demostración de humildad del santo patriarca una de las mayores pruebas de la altura que alcanzó en el firmamento de la Iglesia. El Teólogo de la Encarnación, el propugnador del primero de los dogmas marianos, el paladín de la verdadera fe, no dudaba en sellar con su mansedumbre y modestia la ortodoxia de su doctrina.


1 LLORCA, SJ, Bernardino. Historia de la Iglesia Católica. Edad Antigua. 5.ª ed. Madrid: BAC, 1976, v. I, p. 523.
2 PÍO XI. Lux veritatis, 25/12/1931.
3 Ídem, ibídem.
4 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA. Epístola XI, apud DU MANOIR DE JUAYE, SJ, Hubert. Dogme et spiritualité chez Saint Cyrille d’Alexandrie. Paris: Vrin, 1944, p. 31.
5 Ídem, ibídem.
6 LLORCA, op. cit., p. 525.
7 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, op. cit., p. 31.
8 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA. Epístola IX, apud DU MANOIR DE JUAYE, op. cit., p. 35.
9 Ídem, ibídem.
10 LLORCA, op. cit., p. 529.
11 Ídem, ibídem.
12 Ídem, ibídem.
13 Ídem, p. 532.