Ríos de tinta bendita se han vertido ya de la pluma de los santos y doctores con respecto de la Salve. Pero ¿el lector conoce la historia de esa oración que figura entre las más conmovedoras plegarias marianas?
Trabajo, tráfico, quehaceres domésticos, preocupaciones cotidianas… Dejemos de lado por un instante todo lo que nos rodea en nuestro día a día y recojámonos, con el fin de retroceder en espíritu muchos siglos atrás y profundizar una vez más en las maravillas de la Santa Iglesia, tan sabia en sus costumbres y tradiciones.
Se trata de un tiempo en que no había teléfonos móviles, ni internet, ni aviones, pero en el que había germinado una auténtica civilización cristiana, impregnada de almas santas y de fe. En esa época los hombres supieron edificar bellas catedrales, cuyas torres altaneras y puntiagudas parecen acariciar el cielo, en un intento de unirlo a la tierra. Estamos en la Edad Media…
Numerosos frutos espirituales recogió la Iglesia en ese período de casi mil años, de los cuales se alimentan, aún hoy, la piedad y la virtud cristianas. De entre el inmenso legado que nos dejó la sociedad medieval nos llama especialmente la atención, por su sencilla belleza, la oración de la Salve Regina —la Salve—, que parece introducirnos más íntimamente en la convivencia con Dios por la intercesión de la Santísima Virgen.
Expresa, con total simplicidad y confianza, la actitud perfecta del alma afligida que, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas, implora a la Madre del Redentor y nuestra las fuerzas y el amparo necesarios para ser fiel en medio a las caídas y dificultades y, así, después de este destierro, tener la dicha de ver a Jesús cara a cara en los Cielos por toda la eternidad.
Una oración inspirada por el Paráclito
El Evangelio de San Mateo nos narra el momento sagrado en que, viviendo aún en esta tierra, el divino Maestro nos enseñó la forma perfecta de invocar al Padre celestial, al dictarnos la oración del padrenuestro (cf. Mt 6, 9-13). Pues bien, no sería Él verdaderamente hermano nuestro si no nos hubiera indicado también, a través de la suave moción del Espíritu Santo en las almas, el justo modo de recurrir a aquella que nos dejó como Madre, María.
Como suele ocurrir con muchas de las bellas tradiciones de la Iglesia, no se sabe a ciencia cierta quién fue el autor de la Salve Regina. Quiso la Providencia cubrir con un velo el origen humano de tal obra maestra de la piedad cristiana, a fin de poner en evidencia la acción del Paráclito.
A pesar de las innumerables controversias, muchas corrientes serias atribuyen la inspirada plegaria a Hermann von Reichenau, conocido como Contractus, el monje ciego que compuso muchos de los más hermosos cantos gregorianos existentes en nuestros días. Pedro de Mezonzo, obispo de Iria Flavia, es otro de los nombres que constan en la lista de sus posibles autores.
Varias fuentes, sin embargo, mencionan al obispo de Puy, Adhémar de Monteil, constituido por el Papa Urbano II como legado pontificio en la expedición que partió hacia el Santo Sepulcro a finales del siglo XI. En este caso, la Salve Regina habría sido compuesta con el objetivo de impetrar la protección y el socorro de la Madre de Dios para los soldados cristianos, siendo cantada incluso con ocasión de la conquista de Jerusalén.1
«Mater Misericordiæ»
Pero no siempre la cristiandad rezó la Salve de la misma forma como la conocemos actualmente. Al principio, ya en su primer verso se leían tan sólo las palabras «Salve Regina misericordiæ», es decir, «Salve Reina de misericordia», omitiéndose el término Mater —Madre. La invocación a la Virgen Santísima como «Madre de misericordia» se introdujo en esta oración unos siglos después, debido a una piadosa tradición.
Se cuenta que el santo abad Odón de Cluny,2 gran devoto de Nuestra Señora, solía dirigirse a Ella en sus preces bajo el precioso título de Mater Misericordiæ. Tal devoción, no obstante, posee un origen muy particular. La propia Madre de Dios se le habría aparecido a uno de los conversos del convento, denominándose con esta advocación. Con los años, la piedad popular fue uniendo la jaculatoria a las letanías de la Virgen y a otras oraciones, llegando así a componer la fórmula «Salve Regina, Mater Misericordiæ», como la recitamos hoy.3
«O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria»
«Et Iesum, benedictum fructum ventris tui, nobis post hoc exsilium ostende —Y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre». Con estos términos concluía la oración ya conocida y rezada en distintos lugares de la cristiandad en menos de un siglo después de su composición. Si bien que esto era aún muy poco para un alma abrasada por el fuego de amor a Nuestra Señora como San Bernardo de Claraval…
Aquellas tres exclamaciones a la Madre de misericordia de tal modo marcaron a las almas que hasta hoy se encuentran inscritas en el pavimento de la catedral de Espira.La Nochebuena de 1146 los fieles congregados en la catedral de Espira, Alemania, estaban cantando ese himno en honor a la realeza de María, tras el cual escucharían la predicación del santo abad. Pero tan pronto acabaron de sonar las últimas notas de la melodía San Bernardo se vio arrebatado en un éxtasis de amor a la Santísima Virgen y entonó con su potente voz las palabras que en adelante concluirían la ya famosa oración: «O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria» —¡Oh clementísima!, ¡oh piadosa!, ¡oh dulce siempre Virgen María!»4.
Estaba, pues, concluido el texto final de la Salve Regina, revisado y ampliado por su Autor, el Espíritu Paráclito, de la manera que Él deseaba que fuera difundido y rezado por las generaciones posteriores, hasta los tiempos actuales.
Abogada de los pecadores
El título de esta oración, que pone de manifiesto cómo María Santísima es Reina y Señora de todo el universo, nos podría llevar a verla sentada junto al Padre eterno juzgando a los hombres pecadores, que tanto ofenden a su divino Hijo, incluso después de haberse inmolado para nuestra redención.
Sin embargo, no es esa la actitud de la Santísima Virgen. Elevada a lo más alto del Cielo, su posición la constituye, ante todo, en Medianera entre el Creador y la humanidad, y le permite interceder continuamente por sus hijos que militan en esta tierra para conquistar la eterna bienaventuranza.
Así comentaba el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira el papel soberano de esta Madre que nos asiste incansablemente, dispuesta a perdonarnos y protegernos en nuestras flaquezas y debilidades: «La realeza que Nuestra Señora ejerce sobre el género humano no es la del juez, sino la de la abogada, es decir, de aquella que no tiene por misión juzgar y castigar a los pecadores, sino defenderlos. Por eso tiene para con nosotros toda la suerte de predisposiciones favorables, y siempre nos atiende con indecible bondad».5
No obstante, inmersa en el mare magnum de pecados de la civilización moderna y viviendo en un mundo que desconoce el verdadero sentido de la palabra «bondad», el alma humana muchas veces considera de forma distorsionada la conmiseración de la Madre de Dios por el pecador.
Pura
e inmaculada, María Santísima no se distancia de los más débiles y flacos: antes bien, a la manera de una madre solícita que se compadece aún más de un hijo enfermo, Ella está dispuesta a todos los esfuerzos para rescatarnos de los ardides del tentador.Teniendo en vista esa carencia de la sociedad hodierna, continúa el Dr. Plinio: «Ahora bien, la ternura y la bondad de María no consisten en una vil condescendencia para con el que practicó el mal, sino en la materna e invariable disposición de concederle al delincuente las gracias necesarias para que abandone el error y el pecado. Es en este sentido que debe entenderse la clemencia de Nuestra Señora; y en cuanto tal, ella es única, suprema e indecible».6
Clemente y dulce con aquellos que la buscan
Si María se muestra tan celosa y maternal con las ovejas descarriadas que, por debilidad o incluso por maldad, se apartaron del Sagrado Corazón de su divino Hijo, no menos extremosa es con aquellas que jamás se distanciaron de su Inmaculado Corazón, abrigándose confiados bajo la sombra de su manto protector.
Por eso, al comentar la oración de la Salve Regina, canta San Alfonso María de Ligorio las glorias de Nuestra Señora, parafraseando las exclamaciones del santo abad de Claraval: «Clemente con los miserables, piadosa con los que la invocan, dulce con los que la aman. Clemente con los penitentes, piadosa con los que progresan en la virtud, dulce con los que llegaron a la perfección. Clemente librando de los castigos, piadosa colmando de gracias, dulce dándose a quien la busca».7 ◊