En una aldea de los Alpes franceses vivía una virtuos niña llamada Magdalena. Todas las tardes se dirigía a la capilla del pueblo para pedirle gracias especiales a la Virgen, pues deseaba hacer algo de grandioso y heroico. Arrodillada ante la bella imagen de la Madre de Dios que estaba en el altar mayor, se preguntaba, en la tranquilidad de su inocente corazón, cómo realizaría su anhelo, si tan sólo era una campesina.
Los sábados por la mañana recibía clases de una distinguida señora, que se encargaba de enseñar el catecismo a los niños del lugar. Cierto día, la maestra presentó un tema diferente: les contó la vida de algunas heroínas de la Historia, como Judit, Ester, Santa Elena y la muy querida Santa Juana de Arco, patrona de Francia. Como era de esperar, Magdalena se llenó de entusiasmo al oír las narraciones, pues soñaba también con poder luchar por Dios como ellas.
Transcurrida una semana, se encontraba la niña rezando en la capilla cuando, con espanto y alegría, vio a su ángel de la guarda junto al altar. Irradiaba una fuerte luz plateada y llevaba una espada bellísima. Con gran cariño le dijo:
—Magdalena, Dios ha escuchado tus peticiones y me ha enviado para que te dé esta espada, símbolo de tu misión. Si quieres ser una verdadera heroína, prepárate para atravesar el bosque con ella. Al otro lado encontrarás un castillo dorado donde te espera una reina. Y desapareció.
Extasiada con la magnífica aparición, tomó consigo la tizona y salió muy contenta en dirección a su casa. Sin embargo, cuando la vieron por la calle, la gente empezó a burlarse de ella diciéndole que no tenía fuerzas para manejar tan pesado objeto, que ni siquiera podría sujetarla por más tiempo… Pero a ella no le importaron las críticas. En su alma ardía el deseo de encontrar el castillo dorado prometido por el ángel y era necesario cargar con aquella espada para lograrlo, estaba dispuesta a llevarla hasta el final.
Durante algunas semanas Magdalena tuvo la singular gracia de ver todos los días a su ángel de la guarda, quien alimentaba su anhelo de marchar en busca del castillo. En una de esas bendecidas conversaciones, mientras la niña recogía frambuesas en el bosque, un lobo hambriento salió de entre los árboles y avanzó sobre ella. Sin pensarlo dos veces, tomó la espada y se defendió valientemente, terminando por asestarle un golpe certero a la fiera.
Al día siguiente, el pueblo se apiñaba en la plaza para homenajear al cazador más famoso de aquellas tierras. Llevaba consigo el cadáver del lobo que desde hacía mucho tiempo venía atemorizando a los habitantes de la región; y se jactaba delante de todos de cómo lo había matado. Y Magdalena lo escuchaba en silencio…
La primavera había llegado. Hacía una mañana agradable y salió de casa en compañía de su ángel custodio. Entonces éste le preguntó:
—¿Estás lista para ir hoy al castillo dorado?
—Sí, lo estoy —le respondió.
—Entonces sígueme —le ordenó el ángel.
Y se pusieron en marcha. Al llegar cerca de un árbol que marcaba el comienzo de una vereda, la niña se fijó en un letrero que decía: “De todos los que osaron entrar en este camino, nadie ha vuelto para contar lo que vio”.
—Es por aquí mismo —le aseguró el ángel.
Sin recelo, Magdalena entró a toda prisa por la amenazadora senda. No obstante, nada más dar los primeros pasos, he aquí que su celestial protector desaparece.
No tenía más remedio que seguir adelante; y así lo hizo. Encontró toda clase de obstáculos, dificultades y situaciones complicadas: animales salvajes que querían devorarla, plantas enredaderas que le cortaban el paso e incluso una escarpada pared de piedra, capaz de desanimar a cualquier experto alpinista… La pequeña, a pesar de todo, emprendió la escalada.
Tras llegar a la cima, se detuvo un instante para recobrar fuerzas y, sentada en una roca, comenzó a pensar consigo misma: “¿Acaso llegaré realmente al castillo dorado y encontraré allí a una reina? ¿No habrá sido todo una ilusión? ¿Dónde está el ángel que me acompañaba? ¿Por qué me abandonó? ¿No sería mejor que me volviera a mi casa?”.
Pero al acordarse de la promesa recuperó las energías y el ánimo, se levantó y continuó adelante. En realidad, era su ángel el que le estaba reavivando sus fuerzas, aunque no sintiera que estaba a su lado.
A cierta altura del recorrido, Magdalena vio entre las copas de los árboles la punta de una torre dorada. ¡Sin duda era el castillo! Se puso a correr a toda prisa en aquella dirección cuando…
—¡Oh, no! ¡No es posible que me pase esto ahora! —exclamó.
Pocos metros la separaban del objeto de sus anhelos, pero entre ella y el castillo dorado había un inmenso río de aguas turbias y caudalosas. Se acercó hasta la orilla para tratar de atravesarlo a nado, pero enseguida se dio cuenta de que —por increíble que parezca— estaba lleno de ¡pirañas y cocodrilos! Así no había manera de zambullirse allí: si quería pasar al otro lado, antes tendría que acabar con todas esas fieras, lo cual sería todavía más imposible que si nadara en medio de ellas. Entonces, ¿qué iba a hacer?
Se arrodilló y empezó a rezar pidiendo el auxilio de la Madre de Dios, con la certeza de que sería escuchada. Poco después vio cómo bajaba una cohorte de espíritus celestiales, coloridos y radiantes, que iniciaron la construcción de un bellísimo puente. Cuando concluyeron el trabajo, un ángel de tonalidades lila se le acerca y, sonriendo, la coge de la mano para llevarla hasta la otra margen.
Así fue cómo la pequeña pudo llegar al castillo donde, de hecho, una Reina la esperaba de brazos abiertos. Cuando la vio, cayó de rodillas y le manifestó su deseo de servirla, a lo que la Soberana le respondió:
—Hija mía, esa es la actitud que debes tener en cualquier circunstancia de la vida. Para alcanzar el Palacio celestial hay que combatir sin tregua y sin temor, aunque a veces no será suficiente. Surgirán problemas insolubles, situaciones sin salida. En estos casos rézame y te enviaré a mis ángeles para que construyan el magnífico puente de la confianza, el cual te conducirá hasta mi Sapiencial e Inmaculado Corazón.