La inestabilidad de un paisaje que cambia a cada instante por el movimiento de las arenas al capricho del viento; el suelo recalentado por un sol cuyos rayos parecen que no conocen la tregua; gélidas noches parcamente iluminadas por la luz de la luna; avidez por una fuente que sacie o, al menos, refresque; ausencia de fuerzas para caminar; anhelo por una brisa fresca que dé ánimos para continuar el fatigante recorrido.
La imagen de un peregrino que camina solo en el desierto evoca las tribulaciones más horribles: las agruras de un calor sofocante, las dificultades para trasladarse, la sensación de aislamiento e incluso de abandono… Sin embargo, en ese escenario desolador es donde Dios formó a los santos patriarcas, a los profetas y al pueblo elegido.
Ejemplos que llenan de ánimo al alma
La Sagrada Escritura nos muestra a los judíos vagando durante cuarenta años por el desierto, en busca de la tierra prometida. En ese período, guiados por la confianza de Moisés y sustentados por la fidelidad de Josué, pudieron dar testimonio de algunos de los prodigios más grandes de la Historia.
En el terrible combate contra Amalec, los brazos de Moisés, levantados en señal de incesante súplica, obtuvieron del Cielo el triunfo de su pueblo (cf. Éx 17, 8-16). Ver la fe de su general y profeta fortalecía en ellos la certeza de la victoria en medio de la férrea batalla, haciendo que el ejército judío fuera más resuelto y valiente.
Si nuestro imaginario peregrino estuviera allí y se encontrara ante esa escena, ciertamente recobraría el ánimo para continuar su camino, confortado por el ejemplo de las almas que luchan con denuedo en medio de la desolación.
Bastante más adelante la Biblia nos trae la figura de Juan el Bautista, “la voz que grita en el desierto” (Jn 1, 30), aquel respecto del cual el Señor afirmó que “no ha nacido de mujer uno más grande” (Mt 11, 11). También tuvo su trayectoria marcada por las agruras de un desierto más espiritual que material.
Y si el ejemplo del Precursor no nos bastara, quiso el propio Jesús permanecer cuarenta días aislado en ayuno y oración (cf. Lc 4, 1-13), para enseñarnos la importancia del recogimiento y de la prueba a fin de for-talecer el espíritu y adquirir energías para la lucha.
El alma de nuestro peregrino se henchiría igualmente de ánimo si a lo largo de su trayecto le fuera dado sentir el perfume emanado de las huellas del Cordero inmolado, que no rechazó recorrer las arenas del desierto. Al percibir su suave olor, sin duda se arrodillaría para besar el polvo pisado por el divino Maestro, más valioso que el oro, y agradecerle el haber sido considerado digno de seguir sus pasos.
Así pues, la confianza heroica de los patriarcas, el cuidado y el cariño con los que la Providencia colmó al pueblo hebreo (cf. Dt 32, 10) y, sobre todo, la augustísima presencia del divino Pastor llenarían de colorido el austero panorama de ese hipotético peregrino y conferirían significado a su penoso caminar.
Cada uno de nosotros atravesará un desierto
Pasaron los siglos, los milenios y Dios continúa instruyendo a sus hijos, que ahora recorren las vastedades de otro desierto: el de las pruebas y arideces espirituales. Nadie es conducido hasta la “tierra prometida”, la Patria celestial, por una vía fácil, sino por un camino repleto de toda clase de dificultades y contradicciones.
Ya lo decía el santo Job: “Militia est vita hominis super terram – ¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra?” (7, 1). A través del sufrimiento, el alma humana se purifica y se vuelve firme en la práctica de la virtud.
El ejemplo de los santos demuestra con claridad que cada cual, en determinado momento, es invitado a atravesar un desierto. No obstante, así como la Divina Providencia fue pródiga en dones para con la humanidad en el Antiguo Testamento, hoy nos sustenta a cada instante, por los méritos infinitos de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, con gracias y beneficios incomparablemente mayores.
Decía San Juan María Vianney: “Nuestro Dios no nos pierde de vista, como una madre que está vigilando al hijito que da los primeros pasos”.(1)
Ahora bien, si el Señor libró a los judíos de la esclavitud de Egipto, a nosotros nos ha liberado del yugo del demonio y nos ha hecho sus hijos adoptivos: si a ellos les fueron enviados los profetas como mediadores y guías, a nosotros nos ha sido dado el propio Hijo de Dios como Salvador y Redentor.
A través de la Santa Iglesia Católica, la prodigalidad divina nos concede abundantes y sublimes “rocíos”, principalmente por medio de los sacramentos. No dudemos en recurrir a ellos si estamos inmersos en dificultades de cualquier tipo.
Inefable, magnífico y angélico oasis
Para todos los que peregrinan en medio de las arideces y pruebas hay, a poca distancia de sus almas, un inefable, magnífico y angélico oasis: la Sagrada Eucaristía. “El que tenga sed, que venga a mí y beba el que cree en mí; como dice la Escritura: ‘de sus entrañas manarán ríos de agua viva’ ” (Jn 7, 37-38).
¿Quién mejor que Jesús para consolarnos y fortalecernos durante las luchas de esta vida? Él está a nuestra disposición en el sagrario y en la Santa Misa, deseoso de hacernos el bien, animarnos y santificarnos.
Cuando nos sintamos en un desierto aparentemente infinito, sin fuerzas y desamparados, basta que acudamos a ese oasis infalible, el Santísimo Sacramento, y de inmediato la gloria de Dios llenará el santuario de nuestras almas. Aquel abandono interior será inmediatamente sustituido por la presencia de nuestro Redentor que, sediento por convivir con nosotros, nos mostrará el camino a seguir.
A eso nos invita el propio Cura de Ars con palabras llenas de unción: “Somos aún más dichosos que los santos del Antiguo Testamento, ya que no solamente poseemos a Dios por la grandeza de su inmensidad, en virtud de la cual se halla en todas partes, sino que le tenemos tal como estuvo durante nueve meses en el seno de María, tal como estuvo en la cruz. […] Nosotros le poseemos en cada parroquia, donde podemos gozar con gusto de tan dulce compañía”.(2)
Pero si nos distanciamos de este Señor que permanece a nuestra espera, llamarán a nuestra puerta las añoranzas de las “cebollas de Egipto”, invitándonos a abandonar la vía de la santidad que Él nos ha trazado. El rechazo del Pan de los ángeles, enviado con tanta generosidad para nuestro sustento, lleva de vuelta a la esclavitud del pecado.
Por consiguiente, nunca nos olvidemos que Dios se sirve de los reveses y dificultades para acercarnos a la convivencia con el mundo sobrenatural. Y si perseveramos en esa dura travesía, recibiremos el premio concedido solamente a las almas fieles: penetrar en el Inmaculado Corazón de María y contemplar la aurora de su reinado, ¡aún en esta tierra!
1.- SAN JUAN BAUTISTA MARÍA VIANNEY. Amor y perdón. Homilías. Madrid: Rialp, 2010, p. 238.
2.- Ídem, p. 236.