La devoción a María: Garantía de Salvación

La devoción a María no es un simple ornato del Catolicismo, ni siquiera un socorro entre otros muchos, que podemos usar o no, a nuestro antojo. Es una parte integrante de la Religión. Dios quiso venir hasta nosotros por medio de María y sólo por medio de Ella podemos ir hasta Él.

Termómetro espiritual y garantía de salvación

Al igual que para certificarse si una persona está viva el médico comprueba los latidos de su corazón, así para saber si un alma es virtuosa, si vive de la vida cristiana, nos fijamos si el culto a la Santa Virgen de las Vírgenes le es indiferente o agradable.

Sí, la devoción a María es como un termómetro espiritual que señala —si se puede decir así— la temperatura de nuestra alma, que revela sus disposiciones secretas. Si las prácticas de esta devoción nos gustan, podemos estar tranquilos en cuanto al estado de nuestra alma. Pero si sentimos que hay frialdad entre nosotros y la Santísima Virgen, si abandonamos los actos de culto hacia Ella, si descuidamos las oraciones cotidianas, si alegamos falta de tiempo para recitar el Rosario, prestemos atención: nuestra virtud ha disminuido, la Fe de nuestra Primera Comunión se ha vaciado, estamos en el camino que nos aleja de Dios.

Se comprende, pues, la necesidad de insistir sobre este tema, de estimular la piedad y la devoción a Nuestra Señora. Para nosotros, esta devoción es una garantía de salvación.

¿Y cómo es eso? Porque si amamos a la Virgen María, trabajaremos para asemejarnos a Ella. Somos llevados irresistiblemente a imitar a las personas que nos son simpáticas: querríamos pensar, hablar, vivir como ellas. ¡Oh, qué preciosa seguridad para nuestro futuro si amamos a la Santísima Virgen al punto de querer ser imágenes vivas suyas en la Tierra! Evitaremos, como Ella, todo lo que desagrada a Dios y todo lo que causaría perjuicio a nuestras almas; y como Ella lo haremos todo bien, cumpliremos con nuestro deber, practicaremos la virtud. Con eso podemos confiar.

El ejemplo de San Francisco de Sales

Por otro lado, está garantizada una protección especial de la Santísima Virgen para quien de hecho es su devoto. Cuando le vengan las pruebas, las tribulaciones, las tentaciones, por más numerosas y violentas que sean, con la asistencia de María, jamás se desesperará. Como prueba de ello, habría mil hechos emocionantes que contar. Veamos solamente el siguiente, extraído de la vida de San Francisco de Sales.

Siendo aún joven, San Francisco se veía atormentado por una tentación contra la cual luchaba con energía. Pero, en un momento de desánimo, el futuro se le presentaba con colores sombríos: se imaginaba perdido, condenado al infierno… Ser condenado, ser separado de Dios a quien amaba como a un padre, de Nuestra Señora que veneraba como una madre, y eso por una eternidad sin fin. Este pensamiento le torturaba el corazón y le arrancaba sollozos.

Cierto día al entrar en una iglesia con esa triste impresión, sintió como si una mano invisible le empujara hacia los pies de una imagen de la Virgen. Se arrodilló ante Ella y le suplicó a María que alcanzase la gracia de vencer esa tentación que le obcecaba, y terminó su oración con estas bellas palabras: “Si debo odiar a Dios eternamente en el infierno, os suplico una cosa: obtenme al menos la gracia de amarlo con todo mi corazón en esta tierra”.

Habiendo terminado su plegaria, se levantó victorioso: la Consoladora de los afligidos le había librado de aquel tormento.

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Prueba de predestinación

Queridos lectores, si de vez en cuando tenemos pecados que lamentar, si somos testigos entristecidos de caídas humillantes, ¿no será porque hemos abandonado el culto a la Santísima Virgen, porque hemos renunciado a la piedad y, así, nos hemos privado de una asistencia que nos hubiera preservado?

Podemos concluir que una piedad sólida y sincera es una prueba de predestinación. Si tenemos esa convicción y tomamos la firme resolución de cultivar, siempre más y más, la devoción a la Santísima Virgen y practicar las virtudes que Ella nos inspira, será este uno de los mejores frutos de esta lectura.

We may conclude that solid and sincere devotion is proof of predestination. If we hold this conviction and make the firm resolution to always grow in devotion to the Virgin Mary and practice the virtues that she inspires in us, it will be one of the best fruits we can take from this reading.


(Traducido, con adaptaciones, de “L’Ami du Clergé”, 6/11/1902, pp. 862-863)