La Santísima Trinidad es un dogma. Un dogma que proclama la verdad esencial del misterio de la “unidad y trinidad de Dios”: un sólo Dios en Tres Personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es un misterio. Por lo tanto, de difícil interpretación e imposible de asimilar por las limitaciones humanas.
Recordemos que “misterio” no significa que algo sea inexistente o que no ocurra, “misterio”, solamente es algo que nuestra inteligencia no es capaz de comprender enteramente.
Intentando entender un misterio
Este misterio, el más grande de todos los misterios, pues de todos es principio y fin, se llama por los doctores sagrados sustancia del Nuevo Testamento; para conocerlo y contemplarlo han sido, creados en el cielo los ángeles y en la tierra los hombres; para enseñar con más claridad lo prefigurado en el Antiguo Testamento, Dios mismo descendió de los ángeles a los hombres: «Nadie vio jamás a Dios; el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, Él nos lo ha revelado».
Así pues, quien escriba o hable sobre la Trinidad siempre deberá tener ante la vista lo que prudentemente amonesta el Angélico: «Cuando se habla de la Trinidad, conviene hacerlo con prudencia y humildad, pues — como dice San Agustín — en ninguna otra materia intelectual es mayor o el trabajo o el peligro de equivocarse o el fruto una vez logrado».
Peligro que procede de confundir entre sí, en la fe o en la piedad, a las divinas personas o de multiplicar su única naturaleza; pues la fe católica nos enseña a venerar un solo Dios en la Trinidad y la Trinidad en un solo Dios.
San Agustín, gran teólogo y doctor de la Iglesia, intentó comprender enteramente este misterio inefable. Absorto y meditativo, en cierta ocasión, él paseaba por la playa pidiendo a Dios luces para poder desentrañar este Santo enigma. Es bien sabido lo que ocurrió: se encontró con un niño que jugaba en la arena.
El niño hacía un trayecto corto con un vaso en la mano, repetidamente lo llenaba con el agua del mar y la vertía en un pequeño hueco hecho en la arena. Curioso, Agustín le preguntó al niño que quería lograr con esto. El niño le respondió que quería colocar toda el agua del mar dentro de aquél hueco. El Santo le explicó que eso sería imposible. El niño le dijo entonces: “Es mucho más fácil que el océano sea transferido a este pequeño hueco a que el misterio de la Santísima Trinidad sea comprendido”. Y el niño desapareció: era un ángel.
Agustín entendió la lección: Él concluyó que la mente humana es extremadamente limitada para poder entender toda la dimensión de Dios. Por más que se esfuerce, jamás el hombre podrá entender esta grandeza por sus propias fuerzas o por su raciocinio. Sólo comprenderemos plenamente a Dios en la eternidad, cuando nos encontremos en el Cielo con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo y Jesucristo
Por obra del Espíritu Divino tuvo lugar no solamente la concepción de Cristo, sino también la santificación de su alma, llamada unción en los Sagrados Libros, y así es como toda acción suya se realizaba bajo el influjo del mismo Espíritu, que también cooperó de modo especial a su sacrificio, según la frase de San Pablo: «Cristo, por medio del Espíritu Santo, se ofreció como hostia inocente a Dios».
Después de todo esto, ya no extrañará que todos los carismas del Espíritu Santo inundasen el alma de Cristo. Puesto que en El hubo una abundancia de gracia singularmente plena, en el modo más grande y con la mayor eficacia que tenerse puede; en él, todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, las gracias gratis datas, las virtudes, y plenamente todos los dones, ya anunciados en las profecías de Isaías, ya simbolizados en aquella misteriosa paloma aparecida en el Jordán, cuando Cristo con su bautismo consagraba sus aguas para el nuevo Testamento.
Con razón nota San Agustín que Cristo no recibió el Espíritu Santo siendo ya de treinta años, sino que cuando fue bautizado estaba sin pecado y ya tenía el Espíritu Santo; entonces, es decir, en el bautismo, no hiza sino prefigurar a su cuerpo místico, es decir, a la Iglesia en la cual los bautizados reciben de modo peculiar el Espíritu Santo. Y así la aparición sensible del Espíritu sobre Cristo y su acción invisible en su alma representaban la doble misión del Espíritu Santo, visible en la Iglesia, e invisible en el alma de los justos.
No hay fiesta para cada una de las Personas Divinas
Por ello, nuestro predecesor Inocencio XII no accedió a la petición de quienes solicitaban una fiesta especial en honor del Padre.
Si hay ciertos días festivos para celebrar cada uno de los misterios del Verbo Encarnado, no hay una fiesta propia para celebrar al Verbo tan sólo según su divina naturaleza; y aun la misma solemnidad de Pentecostés, ya tan antigua, no se refiere simplemente al Espíritu Santo por sí, sino que recuerda su venida o externa misión.
Todo ello fue prudentemente establecido para evitar que nadie multiplicara la divina esencia, al distinguir las Personas. Más aún: la Iglesia, a fin de mantener en sus hijos la pureza de la fe, quiso instituir la fiesta de la Santísima Trinidad.
Una solemnidad para el Dios Uno, Trino y Eterno
Siglos después, para que no existiese ninguna duda sobre la Unidad y Trinidad de Dios, fue que la Iglesia, reservando en sus hijos la pureza de la Fe, quiso instituir una fiesta especialmente dedicada a la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Una fiesta para reverenciar, honrar, adorar, rendir gloria a Dios, Uno, Trino y Eterno.
Quien instituyó la fiesta fue el Papa Juan XXII. Él estableció que fuese celebrada en todas partes; permitió que se dedicasen a este misterio templos y altares y, después de celestial visión, aprobó una Orden religiosa para la redención de cautivos, en honor de la Santísima Trinidad, cuyo nombre la distinguía.
Santísima Trinidad: en el inicio, al final y en su nombre conviene añadir que el culto tributado a los Santos y Ángeles, a la Virgen Madre de Dios y a Cristo, redunda todo y se termina en la Trinidad. En las preces consagradas a una de las tres divinas personas, también se hace mención de las otras; en las letanías, luego de invocar a cada una de las Personas separadamente, se termina por su invocación común; todos los salmos e himnos tienen la misma doxología al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; las bendiciones, los ritos, los sacramentos, o se hacen en nombre de la santa Trinidad, o les acompaña su intercesión.
Fuente: Papa León XIII – Encíclica “Divinum Illud Munus” – Sobre la presencia y virtud admirable del Espíritu Santo.